La televisión proyectaba
imágenes de las manifestaciones que tuvieron lugar en las plazas
Taksim y Gezi en Turquía esa misma mañana y de la represión
sufrida por los manifestantes y las personas que pasaban por allí,
por parte de la policía. Gente corriendo, gritando, ambulancias que
intentaban abrirse paso, policías persiguiendo a manifestantes
irritados por el gas pimienta. Chorros de agua, contaminada con
productos químicos, ensuciaban a los civiles indiscriminadamente;
daba igual su edad, su género, su profesión, sólo importaba
demostrar quien tenía el poder. La democracia turca se ponía en
duda: el gobierno, elegido mediante elecciones, atacaba de forma
brutal la libertad de expresión y de manifestación de sus
ciudadanos.
Mientras tenía lugar el
horror y el caos "democrático", una bandera colocada por
alguna organización, bajo el lema "Por el derecho a mi vida,
por la libertad de expresión, por eso estoy en Gezi", intentaba
inspirar y transmitir esperanzas a aquellos que, olvidándose de sus
diferencias, se unieron en un mismo lugar, para luchar por los
derechos de todos, para cantar al mismo son por la libertad. Esa
misma sensación intentaba transmitir también ahora, cuando cientos
de personas del mundo entero veían estas mismas imágenes, entre
ellas Iskander y Eylem, la cual había acabado de entrar en el salón,
con una bolsa de hielo y un bote de crema. Se sentó al lado de su
compañero en el sofá y con una mirada cómplice le tendió la bolsa
de hielo para colocársela en la cabeza. Mientras la voz de la
televisión contaba como después de la manifestación civiles pro
gubernamentales patrullaron las calles, armados, en busca de
manifestantes, Eylem se dobló el pantalón y se untó el tobillo con
un poco de crema.
- ¿Qué crees que pasará
ahora, Eylem? - ella se giró para mirarlo y con determinación y
rabia, sonrió.
- Qué seguirá la lucha.
- Dejó la crema a un lado y apagó la tele. Había escuchado
suficiente.
No intercambiaron más
palabras, tampoco hacía falta. Se acomodaron el uno contra el otro y
se quedaron escuchando el ruidoso silencio de las calles. Estaban a
salvo, por ahora, y solo les importaba pensar en el siguiente paso,
soñar con la siguiente batalla. Mientras tanto, en una de las
esquinas de la sala, un arrugado cartel, también soñaba, pero a
diferencia de Iskander y Eylem, él lo hacía con la Utopía.
La lucha