La tierra se sacudía,
temblaba y yo la sentía. Escuchaba como retumbaba en mis oídos y
una mezcla de dolor, satisfacción y adrenalina, me invadía. Había
cientos de personas allí, todas apretujadas; podía notar el codo de
la persona de al lado en mi costado y como se iba haciendo hueco
entre mis carnes. También podía apreciar la calvicie del señor de
enfrente, y el olor de su acompañante, un hedor a tabaco y a
carajillo. La emoción y la alegría que ese momento me
provocaba, se veían renegadas a un segundo plano por el cansancio de
noches sin dormir, por la larga espera de este momento y por esa
invasión de mi espacio vital que tanto me turbaba. En estos momentos
podía parecer, perfectamente, un zombie. Pero no me movía. En parte
porque la gente allí congregada me lo impedía y por otra, porque el
deseo de estar en la última mascletá del año podía con mi
cansancio; además, para una a la que venía. Yo era de aquellas
personas que no pisaba el centro de la ciudad a esas horas, en todo
el mes, pero el último día, esa última mascletá, no me la
perdía por nada del mundo. Era la más visitada, la más deseada, la
más apabullante y la más ensordecedora. Se podía escuchar desde
cualquier parte de la ciudad, y si estabas en el centro, aun cuando
no estuvieses en la misma parte donde ella tenía lugar, la notabas
bajo tus pies. Era así de magnifica.
Y es que por ese
delicioso olor a pólvora, aguantaba esos apretones, ese sol
golpeando mi cabeza, el cansancio, la resaca, y la hora y media que
tardaba en salir de allí una vez acabada y finalizada la fiesta. Es
ese olor a pólvora, tan magnífico y deseado, con el cual yo, y
ella, y él, y muchos más, soñábamos durante todo el año.
Pólvora